EVA Y EL PECADO ORIGINAL
PALABRA DE CÍCLOPE
Adán y Eva de Alberto Durero
Afirma el Génesis que Varona, creada de la costilla de Adán, fue la primera en comer del fruto prohibido, el mismo que Yavé había advertido no consumir bajo ninguna circunstancia porque abriría los ojos al saber.
Era el producto del árbol de la ciencia, el que nos haría cuestionar cómo, cuándo y por qué, la serpiente y su lengua bífida habían hecho su labor a la perfección, el bicho parlante, seductor como Luzbel y elocuente como cualquier político, reptó hasta convencerla de las bondades de transgredir la autoridad divina.
Varona y su curiosidad, que luego legaría a futuras descendientes, literalmente nos expulsaron del Edén, ese lugar mítico descrito por los sabios misóginos por el que pasaban cuatro ríos, entre ellos el Tigris y el Éufrates.
Varona, la de desnudez violácea cubierta por el pudor de las hojas de parra de los renacentistas, subyugó con su sonrisa vertical al bestia de Adán para cometer el pecado original. Yavé, en uno de sus exabruptos conocidos, hizo de lado las condiciones de deidad y creador del universo y nos condenó a ser esclavos del trabajo, a ganarnos el pan con el sudor de la frente y el calor de las gónadas.
Dicen que el libre albedrío es peligroso, así lo creían nuestros padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos, Varona después de la mordida generosa se transformó en Eva nuestra madre, la dadora de vida y perdonadora hasta el cielo de por vida.
Eva se redimió y Adán dependió de los olores de su mujer, feromonas llamando al juego de la reproducción, aromas etéreos traspasadores de épocas y circunstancias. Y así vivió por los siglos de los siglos.
Y nacieron caínes y abeles, dualidades imposibles alojadas en los reductos del estómago o el corazón, rostros conocidos en el reflejo, imágenes usuales de la página roja.
No hay maldad más la que surge de uno mismo, el yo en el espejo de los otros, la maldita manía de exterminarse sin miramientos, la terquedad de hacerle daño al semejante.
El género masculino heredó los apetitos de Adán, las debilidades corpóreas impuestas en los genes, las mujeres pescaron de Eva sus desbarajustes hormonales, los humores cambiantes, la importancia de ejercitar la lengua como medio de comunicarse.
Cuestionamos a Yavé su enojo eterno, después de todo han pasado millones de años que son sólo un atisbo de brisa en sus ojos.
Era el producto del árbol de la ciencia, el que nos haría cuestionar cómo, cuándo y por qué, la serpiente y su lengua bífida habían hecho su labor a la perfección, el bicho parlante, seductor como Luzbel y elocuente como cualquier político, reptó hasta convencerla de las bondades de transgredir la autoridad divina.
Varona y su curiosidad, que luego legaría a futuras descendientes, literalmente nos expulsaron del Edén, ese lugar mítico descrito por los sabios misóginos por el que pasaban cuatro ríos, entre ellos el Tigris y el Éufrates.
Varona, la de desnudez violácea cubierta por el pudor de las hojas de parra de los renacentistas, subyugó con su sonrisa vertical al bestia de Adán para cometer el pecado original. Yavé, en uno de sus exabruptos conocidos, hizo de lado las condiciones de deidad y creador del universo y nos condenó a ser esclavos del trabajo, a ganarnos el pan con el sudor de la frente y el calor de las gónadas.
Dicen que el libre albedrío es peligroso, así lo creían nuestros padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos, Varona después de la mordida generosa se transformó en Eva nuestra madre, la dadora de vida y perdonadora hasta el cielo de por vida.
Eva se redimió y Adán dependió de los olores de su mujer, feromonas llamando al juego de la reproducción, aromas etéreos traspasadores de épocas y circunstancias. Y así vivió por los siglos de los siglos.
Y nacieron caínes y abeles, dualidades imposibles alojadas en los reductos del estómago o el corazón, rostros conocidos en el reflejo, imágenes usuales de la página roja.
No hay maldad más la que surge de uno mismo, el yo en el espejo de los otros, la maldita manía de exterminarse sin miramientos, la terquedad de hacerle daño al semejante.
El género masculino heredó los apetitos de Adán, las debilidades corpóreas impuestas en los genes, las mujeres pescaron de Eva sus desbarajustes hormonales, los humores cambiantes, la importancia de ejercitar la lengua como medio de comunicarse.
Cuestionamos a Yavé su enojo eterno, después de todo han pasado millones de años que son sólo un atisbo de brisa en sus ojos.
Gabriel Otero
Publicado en Diario CoLatino, 2 de diciembre de 2008
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