UN INCIPIENTE ACTOR DE COMERCIALES
En 1973, setentaicinco colones simbolizaban una real fortuna
para un niño de siete años, cifra con la que se adquirían variedad de cosas y
que podía ser el salario de un mes de cualquier oficinista.
Setentaicinco colones me pagaron por protagonizar un
anuncio de Kleenex, los pañuelos desechables maravillosos que servían para cualquier apuro como “sacarle los mocos a
Otero”, estribillo que inventaron mis compañeros de clase carcomidos por la
envidia o por la simple y llana gana de joder de verme en horarios televisivos
familiares.
El comercial consistía en que pintara con pinceles en
un lienzo y luego les limpiara las cerdas, no entendía cómo podía utilizarse un
kleenex para esos efectos con pintura de aceite, ineficacia comprobada mediante
el método científico tras horas y horas de perfeccionismo visual en el estudio
y de que los benditos pañuelos se quedaran pegados en los dedos, hasta que a
alguien se le ocurrió utilizar pintura de agua y facilitar el asunto.
Disfruté cada centavo de esos setentaicinco colones con
los que mi padre me abrió una cuenta en el Banco Salvadoreño y que me gasté con
toda impunidad en McDonalds y Mini Toys. Los setentaicinco colones contrastaban con los
quince colones que nos pagaban a mi hermano y a mí por pesar y llenar el ciento
de cajas con cinco libras de Nutricán o con los veinticinco céntimos por cada
par de zapatos que le boleaba a la familia. Me sentía millonario con los
setentaicinco colones y me cautivó la manera de ganarlos sin importar mi
creciente timidez.
A los meses me invitaron a participar en un comercial
de zapatos Adoc, este era una secuencia de fotografías cuyo argumento relataba la
vanidad de un padre por su hijo mientras sentado examinaba sus calificaciones y
abajo se veían relucientes los zapatos Adoc 5000 de ambos rematando con el pie
de foto y eslogan “De tal palo tal astilla”
Mi padre orgulloso de su descendencia se sintió
ofendido por la creatividad ramplona del
copywriter. La campaña salió publicada en diarios y revistas y mis honorarios
fueron unos discretos cincuenta colones, fruto de aguantar los flashazos de un fastidioso
fotógrafo.
El tercer comercial del que fui partícipe, el de jabón Lovel
de tocador, me hizo transpirar sangre y
fiebre y acabar rendido y lleno de escamas tras nadar buena parte del día en el
Lago de Ilopango.
Aún dudo la utilidad que tiene un jabón para lavarse el
rostro en un lago o la capacidad de hacer burbujas sino fue creado ex profeso
como detergente, el chiste era
transmitir la alegría de enjuagar las manos y, bañarse, si se podía, en los
bellísimos cuerpos de agua del país.
Infante, como seguía siendo, afloraban mis temores al
ver las algas largas surgir amenazantes desde las profundidades del lago y me
imaginaba monstruos verdes, guapotes y mojarras con dientes gigantes y arcosaurios
antediluvianos.
Las tomas se repitieron aburridas hasta que el agua
rebotaba en la superficie en forma de canicas y la cámara captaba el momento
exacto antes de deshacerse.
En esa filmación supe que lo mío no era ese medio y que
la televisión nunca es lo que parece, sólo deseaba regresar a mi casa y jugar a
cerrar los ojos.
Tuve otras ofertas de comerciales totalmente insulsas,
ahora detesto la publicidad.
Gabriel Otero
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