HISTORIAS DE AZOTEA

PALABRA DE CÍCLOPE



Las azoteas son reinos de otro mundo, en las noches son parajes selenitas inadvertidos por el común de los mortales, ahí todo se ve y se hace: el hijo de familia sube a hurtadillas a sobarle el amor a la muchacha de la casa; en la oscuridad, parejas de novios adolescentes que no tienen lugar para darse calor y comerse el uno al otro se juran la eternidad; las letanías de la neurótica del 403 se escuchan claras, y cómo no padecer la enfermedad del enojo, la abandonaron con tres hijos y montañas de deudas.

Un aficionado a la astronomía manipula su telescopio y observa los 140 kilómetros por segundo que recorre la Galaxia de Andrómeda hacia la Vía Láctea, imagina su probable colisión en tres mil millones de años, se siente polvo cósmico, nada de la nada, en el futuro no habrá nada ni siquiera cucarachas de azotea.

Es el placer de las sombras, la nocturnidad imbatible y encubridora, la noche urbana vivida desde lo alto, un fisgón se mete por las ventanas con binoculares, intenta escrutar formas a través de las cortinas, hoy no tiene suerte, en viernes por lo general sí, cuando ellas mareadas y cachondas regresan de las fiestas o los antros y no apagan la luz cuando se desvisten.

Ella escondida en un resquicio, entre el tanque de agua y las antenas de cable, le habla por celular a su amante, a susurros le dice lo mucho que lo disfruta y que lo verá mañana en el lugar de siempre, algún motel de Tlalpan o de la Roma siempre que la habitación tenga jacuzzi para borrar los restos de semilla en vellos, orificios y piernas.

En otra azotea se oye música bailable, es la fiesta de los gatos, los que carecen de sitios cercanos a la tierra para divertirse, son los “ninis”, ni estudian ni trabajan, solitarios vividores de la melancolía, vinieron de lejos a buscar oportunidades en esta ciudad en la que ya no cabe nadie.

En la hora prima, los suicidas dubitativos nunca aspiran tirarse de edificios de más de cuarenta metros de altura, ellos son exhibicionistas, buscan alguna razón o las súplicas que los anclen a la vida unos años más. Los suicidas convencidos no necesitan azoteas, basta la invasión de la tristeza y el desasosiego y dos botes de ansiolíticos para perseguir la luz que no cesa.

Las azoteas durante el día son aburridas, espacios para lavar y secar la ropa, miradores impersonales atiborrados de antenas, tuberías de gas y agua y tendederos oxidados.

Las historias se escriben cuando todos duermen, el lapso en el que sol alumbra por otras partes, las horas en las que en la piel se deslizan las gotas de rocío.


Gabriel Otero

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