EL ANTRO

PALABRA DE CÍCLOPE


La duda es roedora de voluntades

Fui a parar ahí por cuestiones incidentales, yacía desempleado con la moral en el subsuelo, algo más allá de la tumba y la muerte, uno nunca sabe qué tan abajo puede caer: la duda es roedora de voluntades, las capacidades propias me llevaron en vilo como un cadáver despierto a manejar algo que de antemano sabía estaba putrefacto.

El lugar, Puebla la mocha, la bella, el sitio mítico cuna de la gente que no habla, uno les pregunta a los poblanos la dirección de lo que sea y nunca saben adónde está aunque los letreros de calles y recintos les golpeen la nariz.

No recuerdo la ubicación del antro, sólo la iglesia y su cúpula dominando el cerro, que altiva gozaba de la observación espectacular de la ciudad, la Puebla complaciente con la curiosidad, la Puebla pudorosa que enseña las piernas hasta las rodillas.

Y no es juicio de valor lo pasmoso, la sorpresa de gerenciar un antro sin quererlo, mi gran amigo, por segunda vez en cinco años, me rescataba del desahucio, yo callado asentía por las necesidades tan obligatorias como desgastantes, la dosis de realidad cínica recordándome que nunca se puede dejar de ser productivo.

La fecha, abril del 2001, debía abrir el antro en menos de una semana, había que organizar todo: la desconfianza crecía tajante, los enemigos eran los ex empleados sin excepciones y otros habitantes de lo sórdido, el deporte era chingar al otro, al gerente, al empresario y a todos con absoluta naturalidad, nadie sabe nadie supo, le quito un pelo al felino hasta raparlo y me quedo con céntimos de algo que no existe mientras no lo cuentes.

El antro era secuela de un embargo judicial, sus anteriores dueños argumentaban la ausencia del pago de la renta debido a la crisis, el monto exiguo se recuperaba en una noche según pude corroborar el primer día.

El antro formaba parte de un conjunto de salones de fiestas y un pequeño bar, sobre el cual se afirmaba caía la maldición de los espíritus.

En cinco días debía tramitar permisos con el ayuntamiento, recontratar personal, conseguir grupos musicales, comprar discos, luces, mezcladora, bocinas de altos, medios y bajos y máquinas de humo, además de darle una manita de gato a paredes, mesas, sillas, cortinas y baño; debía también imprimir material de difusión y papelería interna: volantes, viniles e inserciones en los diarios locales, comandas foliadas y listas de bebidas, la inversión tendría que ser sostenida los meses siguientes.

Uno nunca es la medida de las cosas, mi amigo y yo, entusiasmados en las licorerías escogimos botellas de buen ron, tequila, vodka, coñac, cava y whisky de doce, quince y dieciocho años para el grand opening, quiméricos ignorábamos los gustos de la futura clientela: Antillano, Bacardi, Jimador, Don Pedro, Presidente y Torres 10 en quincena.

La incógnita en el bajo mundo apenas iniciaba, nadaríamos en ríos llenos de pirañas hasta llegar a amenazas de secuestro, que por fortuna, no se concretaron.

El Grand Opening

Los primeros que pasaron por su coima fueron los policías del sector, mediante la módica aportación de 300 pesos por noche avisarían cualquier imprevisto: operativos, inspecciones y visitas inesperadas ¨¿Güerito, entonces qué, le entras o no?”.

La segunda visita fue la del delegado sindical de discotequeros, gerentes de bares, similares y conexos quien me hizo una oferta que no podía rehusar: él recogería la cuota semanal y una de mis obligaciones era comprarles su alcohol, marranilla vil o trago adulterado. La mafia local gritaba presente, de mi dependería cavar y enterrar al antro en un hoyo negro o navegar independiente mientras durara, elegí lo último.

El tercero en llegar fue el representante del seguro social, de 14 empleados era imprescindible asegurar por lo menos a tres, las ineludibles aportaciones al estado.

La cuarta, la supervisora del ayuntamiento, de su marcación personal se encargaría Jesús, el jefe de los salones de fiestas, al parecer acabarían retozando por ahí en un rincón oscuro, la casa pagaría la cuenta.

La quinta, la agente de salubridad, en el antro no había cocina, a la clientela se le proporcionaba cacahuates y chicharrones como botana.

El sexto, el contador, de este dependía toda la legalidad, Hacienda tiene una memoria prodigiosa para cobrar deudas existentes o no, “death and taxes” dicen los que saben.

Muévete niña que estamos aquí

El antro tenía un aforo de 500 personas, una pista de baile de 100 metros cuadrados, se cobraba un cover de cuarenta pesos por cabeza que cubría los costos del grupo en turno.

La fila era larga la noche del grand opening, yo escrutaba caras e indumentarias buscando algo fuera de lugar: un abrigo en plena primavera, bolsas de mujer aparatosas, cualquier indicio alarmante, nunca me relajé mientras estuve ahí.

Antes de las diez la casa estaba llena, el grupo musical versátil, de calidad cuestionable, transitaba por diversos géneros adivinando el sentir de la gente para encenderla, el pianista andaba perdido tratando de recuperar sus tiempos, había buena vibra, la pista se llenó a la cuarta rola.

Las primeras casualties of war se registraron dos horas después: Ella me mira a los ojos, me coquetea, se levanta la falda borracha y me dice en un guiño “penétrame con el iris”, somos lascivos de hoy en adelante sólo cuando bailes desinhibida, sus amigos la sacan en hombros apenados por su espontaneidad.

Él es San Pedro en las puertas del antro

“A ver, pendejo, ¿quién te dio la instrucción de dejar entrar a menores de edad?”, el gordo de seguridad suda, siente que lo voy a despedir, es un monote de uno noventa metros con la inteligencia en el tejido adiposo, el oligofrénico intenta tutearme, él es San Pedro en las puertas del antro, el temido cancerbero con la prerrogativa de decidir quién entra y quién no.


Él intenta convencerme de los resultados cuantiosos, no hay que cerrarle nunca las puertas a un consumidor potencial, son las licencias arbitrarias de la libre empresa, él es un mercadólogo y economista incomprendido, “te me vas en chinga a solicitar identificaciones ahorita te digo a quiénes”.

El bar man tenía muchas cualidades equiparables a sus malas mañas, servía trece, catorce, quince tragos por botella de 750 mililitros, una miseria, porción raquítica que se paga en efectivo, al aprendiz gandalla habría que amputarle un dedo o varios por indecente.

Instauramos reglas novedosas, de nueve a diez tragos por pomo, 75 mililitros en promedio por bebida, copas abundantes, duraderas y legítimas. La estrategia fue la calidad total, bueno, mínimo en lo que consumían, así regresarían sedientos y briosos.

Hasta la madre de los tacos árabes

La logística para manejar el antro no varió, era complicada y costosa, los jueves nos trasladábamos a Puebla mi amigo, el teniente y yo. El teniente era todo un personaje, oficial de campo que hacía tiempo anduvo en la sierra destruyendo sembradíos y laboratorios clandestinos.

Un tipo bien conservado para sus cincuenta y pico que corría diez kilómetros diarios robándole vida a la edad. Era la fuerza contratada como escudo.

Nos hospedamos en no menos de diez hoteles, un tanto por ahorrarnos pesos y otro poco por seguridad. El trabajo de noche modifica el cuerpo, se marchita por el desvelo, dormíamos de las seis de la mañana a las dos de la tarde.

El antro rigurosamente lo cerrábamos a las dos de la madrugada, mi amigo protestaba, yo lo persuadía, las multas eran altísimas, no valía la pena pagar algo así por caprichitos superfluos.

Luego de contabilizar el corte diario nos íbamos a los tacos árabes, los ancestros orientales de los tacos al pastor, al principio eran deliciosos, a los meses nos tenían hasta la madre, hastiados del mismo sabor vagábamos buscando alternativas.

Nunca bebimos en el antro, código disciplinario impuesto como defensa natural, si atentaban contra nosotros debíamos estar lúcidos para responder.

Personajes oscuros aparecían con mayor frecuencia, conminaciones sutiles para alinearnos, en una ocasión los pitazos de “El Moco” y “El pelos”, patrulleros de guardia, no fueron efectivos y el operativo llegó enérgico.

No había nada que esconder, pero siempre son desagradables las indagatorias y cuestionamientos, el exceso de autoridad es insoportable en cualquiera de sus manifestaciones.

Los operativos generan mala fama, inseguridad, nadie quiere ir adónde estén, son como entes de mal agüero, aves negras que presagian fatalidades.

A la semana siguiente me buscaron tres abogados que se identificaron como representantes del sindicato, no quise recibirlos solo, les pedí a mi gran amigo y al teniente que me acompañaran.

Las intimidaciones hacia nosotros tuvieron el efecto contrario, en lugar de acceder estábamos dispuestos a destapar la cloaca de la que brotaría mierda fresca y quién sabe hasta que niveles.

Por las malas los zapatos lastiman, generan ampollas hasta que fastidiados uno se los quita, una situación similar experimentábamos en el antro. Ahí las buenas intenciones y obras no cuentan, no podíamos pretender ser vírgenes en un burdel.

Y se fueron para nunca más volver

El primero en renunciar fui yo, los oráculos me llevarían a otro trabajo acorde a mi formación. Tuve el dilema de quedarme y enfrentar la marejada y sentir correr la adrenalina en las uñas.

Al teniente lo sedujo el lado lúgubre, dicen que dos tetas jalan más fuerte que una yunta de bueyes, antes de salirme contraté a una mujer para el guardarropa del antro, hasta ahí no había ningún problema, lo peligroso surgió cuando se hicieron amantes y planificaron el secuestro de mi amigo.

Culebrón inesperado, final de telenovela de quinta cuando la codicia rebasa la lujuria. Mi amigo detectó todo el plan perverso y cerró el antro al que nunca más volvimos.

Han pasado casi diez años, hoy es una memoria más, la última vez que estuve en Puebla vi por fuera el lugar, los vidrios quebrados, las paredes llenas de grafitis, síntoma irremediable de su extinción.

Desde la cúpula aún se atisba toda la ciudad.

Gabriel Otero

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Delicioso escrito. Espero más en ese tenor. Genial.

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