CHACHI CHACHITA
PALABRA DE CÍCLOPE
Jacob Ochtervelt "La señora con su sirvienta y su perro"
Ellas resuelven la
praxis rutinaria, hacen lo que a cualquiera le cuesta y que nadie quiere hacer,
todólogas expertas, desempeñan la suma de oficios hogareños en uno, las traen
de los pueblos para explotarlas de dieciocho a veinte horas diarias, y las
horas restantes, guardarlas en cuartos adjuntos a tendederos de ropa y cocinas.
Les llaman por apelativos
genéricos, muchas veces burlones y despreciativos: criadas, chachas, gatas,
domésticas, sirvientas, muchachas, fámulas, nanas, niñeras, mozas, mucamas,
recamareras, esclavas, marías, ronroneras, cholinas y choleras.
Carecen de contratos
y seguridad social, son un gremio dormido sin nombre que al despertar será
inmensamente poderoso, las que tienen suerte se convierten en parte de las
familias, las que no rebotan de casa en casa, de cuadra en cuadra y de colonia
en colonia.
En ciudades
grandes son un lujo y en provincia son las corre ve y dile fundamentales que no
se pierden los sueños de la telenovela de las cinco.
Para la doña de
la casa encarnan muchos roles: aliadas en las labores y piezas clave en el
engranaje doméstico, orejas y mironas cuando deben serlo. Y si tienen buen ver
casi casi les cuelgan la humillación de un cencerro, para escuchar sus
movimientos y evitar el feudal derecho de pernada que creen tener el patrón y
sus vástagos.
Lo peor es que a
los meses se desconoce de quién es lo que le crece en la panza a la chachi
chachita, si del novio de fines de semana o del marido furtivo que de noche
camina de puntitas para alborotarle el sexo y chingársela.
Sí, vil y
literalmente le han jodido la vida antes de cumplir su mayoría de edad, ahora
no sabe qué hacer, porque ella indefectible, ante ojos ajenos, será la culpable
de haber buscado su violación: la quita maridos, la nuera por accidente, la
futura madre de un hijo que nadie desea.
Y busca consuelo
en la fe y los curas la reprenden por ofrecida y le dicen que su asunto es la
voluntad de Dios y que ni se le ocurra eructar al feto que lleva en el vientre.
Y la señora de
la casa la corre, la deja en la calle por igualada, huérfana de todos, estará
fuera del mercado laboral mientras se desembaraza.
Se las ve negras
hasta dar a luz en un hospital público, ahí le reprochan sus gritos de dolor y
el haber abierto las piernas sin pensarlo, “camine hasta que no aguante” le dijeron cuando se asomó la cabeza del
niño.
Y estas
historias son tan comunes que forman parte de una rutina oculta y cierta que a
nadie le conviene revelar.
Gabriel Otero
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