EL SEISA

PALABRA DE CÍCLOPE



¿Qué surgió primero el burdel o la funeraria?, los dos se llamaban Seisa y estaban uno frente al otro, en uno se celebraba la carne y en la otra se lloraban las ausencias, se ubicaban a cincuenta metros de la Alameda Roosevelt y ocupaban casas viejas, sitios de techos altos con jardines centrales, albergues amplísimos construidos a la antigua, pensados para grandes familias cuando poblar la tierra se tomaba al pie de la letra.

La infancia es audaz, de niño se es sordo ante los peligros, conocí ambos lugares a los ocho años, en la funeraria nos metimos en un ataúd con el anhelo de imaginarnos más allá que acá, cabíamos dos en el rectángulo de madera uno en cada extremo, la muerte era transitoria, los brazos cruzados sintiendo el palpitar de la vida en la mano derecha, no había nada que pensar, solo reírse, carcajearse, de la inmovilidad.

Al burdel fui incidentalmente y no para practicar artes precoces, en su estacionamiento descubrimos el tesoro: una caja de cartón que había servido para empacar un congelador, la requeríamos para fines prácticos, era un navío que tripularíamos sobre una pendiente de pasto de setentaicinco grados de inclinación. Sacamos el armatoste con la anuencia del vigilante.

Son fútiles las palabras que afirmen que sólo pudimos utilizar el navío una vez, olas de tierra y grama perforaron su casco y sus tres tripulantes, el más alto de nosotros medía uno cuarenta metros, estuvimos a punto de partirnos la cabeza a la mitad de la travesía, pero el conocimiento del terreno nos permitió sortear bucles y cascajos.

Tres mil días después, en el ejercicio de mis facultades hormonales, asistí a la casa de citas tres veces más: la primera, con mi hermano del alma, él, generoso, invitó los tragos, las putas y el hotel, no faltaba más para vivir historias de amor efímeras.

Ellas son sinceras, a lo que van, se abren de piernas para subastar el lenguaje universal: “apúrate rey que el tiempo es dinero”, quince minutos es lo lacónico, treinta minutos lo irritante, dos horas lo normal y la noche entera es la perversión.

Me enamoré de la ternura de Rozanna, así escribiéndolo con zeta y con doble “n”, todo fue muy simple, me hizo creer ser el último amante en el abismo, el agua secando desiertos, un hombre y una mujer comiéndose a pedazos en un motel camino al puerto de La Libertad.

La segunda ocasión llegué solo como todo un vaquero, un buscapleitos empedernido, con la típica cara retadora del “¿qué me ves?” a plantarme en la barra y a esperar. Los borrachos hablaban de piernas y posesiones, con pretextos y gesticulaciones porque tú “eres mía mientras yo te pague”, “obséquiame un poco de tu interés y te invito otro trago”. Esa vez me metí con Birmania, una sílfide del trópico con el pubis rasurado, ella ni se movía, esperaba con hartazgo la inundación inevitable de los frotamientos, aséptica y profesional me preguntó si había terminado.

La tercera, fue la más memorable de todas, cualquiera hubiese pensado que estaba en otra parte y no en un burdel, todo inició con un vil coqueteo, pronto supe que se llamaba Lluvia Sol, puta fina y estelar que resultó amante de un miembro de la tandona porque los milicos siempre tienen su parnaso en los bajos mundos.

Y Lluvia Sol resultó una habilísima conversadora que no tenía ninguna necesidad de habitar en lo sórdido sino que la ninfomanía, la enfermedad de la insatisfacción, la obligaba a agotar sensaciones.

Era un estuche de monerías, mujer de mundo, bailarina de belly dance que resucitaba a los muertos, ella fue por mucho una de las mejores amantes que he tenido.

Hoy ya no existen ni la funeraria ni el burdel, la funeraria quebró poco antes de que iniciara la guerra y el burdel vivió sus momentos cumbres cuando todos buscábamos comprar amor.

Gabriel Otero

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