EL REINO DEL PÁJARO Y LA NUBE

PALABRA DE CÍCLOPE


Fotografía de Roberto Estrada


Las alturas son sólo nuestras evasivas para recordar los versos de Alfredo Espino, un poeta ahuachapaneco que murió a los 28 años y que con sus Jícaras Tristes subyugó a todo a un país al que le habló al oído susurrándole lo sabido pero lo no dicho, las oraciones cantadas al territorio en el que uno nace, porque de la vista siempre nace el amor y de la palabra brota la memoria.

Al oriente de San Salvador se asoma el Cerro de San Jacinto, un promontorio de tierra y árboles, sin agua a sus alrededores, adonde dicen los más viejos, existió un burdel famoso y mítico en el que se curaban los ímpetus del cuerpo: El Pájaro Azul. Desconocemos si la madrota de la casa de citas se haya inspirado en uno de los cuentos de Azul de Rubén Darío para bautizarlo con ese nombre o si hacía alusión al sexo del hombre caracterizándolo con colores audaces, anhelos ocultos o proyecciones falocéntricas precoito pensarían los perversos.

Muchos años después, para ser precisos en 1977, se inauguró en la cumbre del cerro un parque de diversiones de grata recordación para varias generaciones: El Teleférico San Jacinto. Su creador Antonio Bonilla supo regalarnos a los niños de entonces, las imágenes y experiencias para atesorarlas toda la vida.

Bueno, el costo de la entrada no era un obsequio: siete colones los adultos y cuatro los niños. Pobre de mi madre, la fastidiaba días enteros para que me llevara, las dos torres, una de ellas torcida por la geografía, y la galera atisbadas en la lejanía eran realmente un enigma que debíamos descifrar.

El teleférico fue otra de mis fijaciones, sustraía los binoculares Bushnell de mi padre y los secuestraba a la caseta del parque para percibir algún movimiento en lo que se sabía inerte, pero la perseverancia a veces tiene sus premios: vi góndolas ascendiendo a su cúspide, distinguir sonrisas o gente asustada a la distancia era mucho pedir.

La tonadilla “ven y sube al reino del pájaro y la nube” ha sido una de las más acertadas en la historia de la publicidad en El Salvador, venir era la invitación a lo nunca visto y subir a un reino ignoto y mágico sólo para soñar.

Hasta que por fin llegó la tarde en que fuimos mi madre, mi hermano, su novia y yo, abordamos el funicular que se detuvo a cien metros del suelo, elevación suficiente para descuartizarse. Mi madre reía nerviosa como diciendo “a ver cuando te vuelvo a hacer caso mono baboso” y la novia de mi hermano, una de las de la colección, que hablaba francés, inglés y alemán preguntaba coman sava? Tres bien mon cheri, le respondía le petit Gabriel sin saber ni jota de lo dicho.

Y ahogado el miedo subimos, la visión era espectacular, las pupusas algo tibias y caras, las botargas de la perica y el conejo predecibles, el tren y los juegos panorámicos lo que valía la pena.

Y el viaje de bajada en el teleférico fue otro cuento, una estampa de los que vivimos alguna vez en lo que se llamó el reino del pájaro y la nube. Un espacio entre el aleteo del torogoz y el cielo que nos cubre, un retazo especial de la memoria.


Gabriel Otero

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