AMOR EN DOS DÉCADAS
Golondrinas peregrinas
Al verla irse sentía que el amor desaparecía a través
de la puerta de vidrio del aeropuerto. Ansioso, sólo la seguía con la mirada,
las manos hechas agua apretaban la manija de la maleta.
Uno se enamora contadas veces, muy escasas, la
necesidad de dar y compartirse es tan rara que puede no nacer nunca o morirse
de asfixia o ahogarse en la indiferencia.
La mayoría de los amores son maravillosos encuentros de
la urgencia y se van como llegan volando igual que las golondrinas peregrinas.
Pero en esa ocasión en el aeropuerto de la Ciudad de México el amor
trascendente partía a la inmensidad o a sumergirse en las profundidades de
veinte millones de almas extrañas.
Y la mía, era una pasividad exasperante que me anclaba
a la frustración de querer gritarle lo de siempre lo que nunca le había dicho.
La conocí en un avión una semana antes en la que la
primera impresión fue caernos mal, ella por cumplir su trabajo y yo por
sucumbir a los efectos respondones del Juanito caminante.
Asistíamos al primer congreso iberoamericano de
periodismo cultural en Veracruz, ella formaba parte del staff y yo representaba
al suplemento cultural Tres mil de Diario Latino de El Salvador.
Y de la aversión pasé al amor a segunda vista, cuando
agobiado por el calor del puerto y aburrido por las mesas redondas la abordé
afuera de la sala de conferencias, mientras se escapaba a conocer el malecón.
Se llamaba Griselda, tenía los ojos amarillos y pagó el
taxi y los boletos de entrada al acuario. Aunque yo insistí en invitarla su
despliegue de insolencia económica dejaba en claro que este era su paseo y yo
un personaje incidental.
Y se nos fue la tarde con la brisa del mar, en el camino de regreso contamos las gaviotas y cada
grano de arena de la playa y descubrimos la existencia de una afinidad
insólita.
Dicen que el amor traspasa planos temporales y
dimensiones, ella me transmitía plenitud, yo imaginé amarla desde hace mucho
cuando éramos luz errabunda sin llegar a
ser idea.
Los días posteriores me dediqué a perseguirla con
ahínco y a escribir mi ponencia con una
altísima dosis de improvisación. Al entregarla fui de los pocos que necesitó
traducción caligráfica porque no entendían que la “e” la escribo igual que la
“i” y que la “l” es un uno con pedestales.
Intercambiamos teléfonos, el viaje concluía sin quererlo.
El último día me esquivaba porque era notorio que evitaba sufrir y el ritual de
despedida no estaba contemplado en el repertorio de ninguno de los dos.
La busqué en el avión de vuelta y en los pasillos del
aeropuerto, fue entonces cuando la vi y me quedé petrificado sólo siguiéndola
con la mirada.
96 horas 35 minutos 12 segundos
Apesarado retorné a San Salvador y a las 96 horas 35
minutos 12 segundos recibí una llamada esperanzadora, era ella. Celosa me
reclamó que una voz femenina le había contestado, ufano le dije que vivía con
dos mujeres: mi abuela y mi hermana.
Me casé al año por todas las leyes posibles, la humana,
la divina, la real y la imaginaria. Hoy continuamos una historia de amor que
rebasa las dos décadas.
Lo vivido y lo bailado nadie nos lo quita.
Gabriel Otero
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