LOS TALLERES EN LA LITERATURA SALVADOREÑA
PALABRA DE CÍCLOPE
Lauri García Dueñas, Ana Escoto, Rolando Reyes, Gabriel Otero y Otoniel Guevara durante la mesa redonda de literatura salvadoreña en el Museo del Estanquillo Colecciones Carlos Monsiváis en el marco de la Décimo Segunda Feria Internacional del Libro en el Zócalo 2012
Haber sido editor
de suplementos, libros y revistas buena parte de mi vida tuvo sus ventajas:
conocer de la mano de sus autores, lo que producían y en muchos casos, por las
fortalezas o azares de la amistad, los alientos anímicos o cataclismos
coyunturales que los impulsaban a escribir.
El aspecto que
siempre me pareció llamativo de la literatura salvadoreña es la propensión de
sus autores a concentrarse en círculos creativos, que, en mi opinión se conjuntaban
obedeciendo a dos razones subyacentes: una por afinidades ideológicas, como
sucedió en la mayoría de los talleres literarios de la década de los ochenta; o
bien, el fomento al culto de la personalidad del organizador del taller, como
ha pasado en épocas recientes.
Agruparse resulta
hasta cierto punto contradictorio sabiendo de antemano que la literatura la
escriben individuos y no colectivos, sin embargo, hay apologistas a ultranza de
los talleres que argumentan que de forma paulatina han ido mejorando su estilo
al escuchar las opiniones sobre sus textos de los otros integrantes de la
cofradía.
Yo, asumo
íntegramente mis evoluciones o involuciones, acaso taras, estilísticas de los
últimos treinta años, antes no porque aún no me convertía al exhibicionismo, el
último taller al que asistí con fervor casi religioso fue en 2011, cuando
algunas de mis columnas literario-periodísticas fueron diseccionadas con
escalpelo, precisión que les agradezco públicamente al tallerista, un experto
periodista cultural, y a mis compañeros de entonces.
En términos positivistas:
mis motivaciones esenciales para asistir a ese taller eran medir la fuerza
estilística de mis experimentaciones con el artículo, un género en el que cabe
el ensayo, la poesía, el cuento, la crónica y la nota periodística; y leer los
rostros de sorpresa, fastidio o desagrado de mis colegas. Pero uno, bien o mal,
ya está formado por la experiencia o deformado por su ego y se debe admitir,
quiérase o no, que de forma invariable habrá alguien más talentoso.
Pero para un
joven los talleres pueden ser un arma de doble filo: trampolín al despegue
individual o bien un lastre demasiado pesado que lo hunda en los estilos
imitativos perennes y a la larga una condena a la mediocridad.
Sin embargo,
dentro de sus funciones efectivas están el de promover el conocimiento de la
preceptiva literaria, el sembrar el gusto por la lectura y orientar, sobre todo
eso, para descubrir la expresión propia de la mejor manera.
Imitar para
reinventarse, entender que en los momentos de creación todo bagaje es útil y
asumir de una vez por todas que el compromiso de un escritor es escribir cada
vez mejor, aunque exista la postura social de apoyar las causas justas.
Los panfletos no
son literatura sólo representan los razonamientos inductivos de mentes
perversas o las débiles letanías que se apagan aplastadas bajo las rodillas de
ciegos creyentes.
La polémica de la
responsabilidad del escritor y la utilidad de la literatura es tan vieja como
el Valle de las Hamacas o el Valle del Anáhuac y seguirá discutiéndose mientras
el sol nazca al alba y se oculte en el crepúsculo.
Habría que
preguntarse qué versos quedan de los dogmáticos escritores que formaban algunos
talleres de hace dos décadas, esos que exigían ser publicados con todo y
errores ortográficos y si el pregonado hombre nuevo, al que le dedicaban loas y
panegíricos, hoy es diputado plurinominal o alcalde de algún municipio
desconocido en la montaña.
Nada de eso es
importante mientras hoy existan buenos talleres literarios.
Gabriel Otero
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J.Alas